P. Ignacio Flores García, MG
Queridos Padrinos, en esta ocasión quiero compartirles una anécdota que me compartió el P. Alejandro Jaimes M., MG, durante un viaje en carretera, rumbo a la visita que hacíamos a unos jóvenes interesados en la vocación sacerdotal misionera.
Ese día salimos muy temprano, y hacia el mediodía, entre las pláticas que teníamos, recordábamos nuestras experiencias en Misiones. Hablábamos de los lugares donde habíamos trabajado, lo que habíamos compartido; y en varios momentos nos decíamos mutuamente: “¡¿Y te acuerdas de esto?! ¡¿Te acuerdas de esto otro?!”. Realmente el camino se nos estaba haciendo muy corto.
De pronto el P. Alejandro me platicó una de sus experiencias más significativas, y por eso ahora yo se las comparto a ustedes. El me narraba lo siguiente: “Me acuerdo cuando antes de decir Misa me ponía a leer y releer la Biblia para pronunciar lo más perfectamente posible el Evangelio de cada domingo. Me acuerdo que le dedicaba mucho tiempo a repasar la lectura, y le pedía a un catequista que me enseñara a pronunciar bien la Palabra de Dios en el idioma kiswahili. Yo confiaba mucho en mis capacidades intelectuales y en los esfuerzos que hacía para que todo fuera lo más correcto posible; no sólo por la dignidad de las Escrituras, sino también por el respeto a la gente que escuchaba.
”Las primeras ocasiones eran muy complicadas, tartamudeaba un poco y mi pronunciación era bastante confusa. Algunas otras veces todo parecía salir de la manera como esperaba y no había queja en los rostros de las personas, al menos según lo que percibía, aunque tal vez no me decían nada por temor a hacerme sentir mal, si esto fuera el caso. De cualquier modo, yo siempre seguía mi método, que consistía en repasar, “machetear” y volver a repasar las lecturas, confiando en mis habilidades. En algunos momentos sentía frustración, en algunos otros mucha confianza en mí mismo; y así ocurrió hasta que en una celebración muy solemne me tocó leer un fragmento algo largo del Evangelio.
”Mi actitud era la misma, es decir: leer lo mejor posible y, según yo, todo estaba dominado. Pero cuando pasé a proclamar el Evangelio me invadían los nervios y la situación se complicaba con algunas palabras que tartamudeaba. Siguieron las dificultades en la lectura, las letras bailaban a mi vista, pero había que continuar y quería que todo el momento acabara, para terminar diciendo: ‘Esta es Palabra de Dios’. Cuando pronuncié estas palabras todo parecía regresar a la calma, hasta que una persona me dijo desde alguna de las bancas: ‘Otra vez, Padre. Vuélvelo a leer’.
”De momento sentí pena y vergüenza,pero el tono de voz de aquella persona no era de repudio o inconformidad, sino de ánimo y confianza en que lo podía hacer mejor. En pocos segundos pasó por mi mente que lo que hacía era en nombre de Dios y que mi confianza no solamente tenía que estar en mis propias fuerzas, sino en la ayuda que Dios, ya tantas veces antes, me había dado. Respondiendo a su petición, volví a leer, y ciertamente no fue una lectura perfecta, pero, sin duda, fue mejor que la primera.
”La gente valoraba el esfuerzo, y algunos de ellos me lo hicieron saber al final de la Misa en diversos momentos, en privado. Me sentía muy animado por ellos, y comprendido en mis limitaciones”.
Mientras escuchaba esta experiencia del P. Alejandro, sus palabras hacían eco en mí y recordé vivencias similares. Creo que cualquier misionero experimenta cosas parecidas al estar en tierras extranjeras.
“¿Sabes, Nacho? –me dijo el P. Alejandro–. A veces se siente muy feo cuando uno comienza en Misiones a hablar otros idiomas desconocidos para compartir algo que es su fe, esforzarse mucho y que al final le digan: ‘¡Otra vez, Padre. Vuélvelo a leer!’”. El P. Alejandro pasaba la mano por su cabeza y, sonriendo como si reviviera la anécdota, continuó: “Y mis dificultades en esa ocasión eran confiar más en mis propias fuerzas, y no querer recordar que también Dios hace su parte. Cuando más deseaba que pasara el momento, alguien me dijo: ‘Vuélvelo a leer’. Y simplemente lo volví a leer; entonces volví a confiar en mí y, principalmente, en Él, que envía hombres como tú y como yo para compartir un mensaje especial. ¡Así todo cambia, todo es diferente!”.
Queridos bienhechores, entre los misioneros, algunos más, algunos menos, unos de una forma y otros de otra, pero siempre todos somos tocados por vivencias como la que les acabo de contar del P. Alejandro. Espero que el Señor los bendiga y que, a su vez, éste relato también les hable de la maravilla de nuestras capacidades humanas y la importancia que tiene la presencia de Dios en todos aquellos propósitos y objetivos que por amor realizamos en la Misión que a cada quien nos encomienda.
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